Todo al rededor está manchado de luces y superficies iluminadas que opacan el cielo, que contrastan con lo apacible de los destellos que marcan el lugar donde es probable que hace varios miles de años existiesen estrellas de las cuales él percibe solo un recuerdo gastado titilando allí arriba.
Suelen ser casi tantos como el quiere los encuentros con ese cielo, con ese paisaje tan cotidiano que le regalan las maravillas de la ciencia y la técnica a los hombres que viven aun sobre la tierra, lo extraño es que a pesar de que el paisaje es siempre le mismo en apariencia cada nueva escalada hasta las alturas le regala recovecos de luces y sombras siempre maravillosos, siempre imperceptibles a un primer vistazo.
El cielo le envuelve la humanidad, cubre el mundo entero y ahí se nota mucho más, mientras abajo en la tierra los ruidosos aparatos a motor recorren interminables sendas de asfalto impersonal vaya a saber uno desde donde y hasta donde. Lo extraordinario es que eso importa menos que estando setenta metro mas cerca del suelo y a la vez es inevitable no perseguir con los ojos a los autos que pegados a las calles avanzan hasta perderse.
Casi tan inevitable como la necesidad de asomarse al vacío desde la altura y pensar en lo largo de la caída
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