El crepitar del fuego componía la sinfonía de la sala, el mobiliario quieto, como la mayoría de los muebles ordinarios que habitan los hogares de las personas, testigo mudo de todos los acontecimientos destacable e insulsos y una figura recluida en la butaca frente al fuego eran los componentes de aquella pintura.
Los minutos prosiguen siempre, en la marcha infinita del tiempo, las horas como generales implacables acompañaban el desfile, el muchacho frente al fuego sonreía ensimismado en sus pensamientos, turbias ideas que se sucedías copiosas, una catarata intelectual como él solía decir.
Todo lo acontecido hasta el momento exacto en el cual se encontraba era su vida, pensar ello no era descubrir nada nuevo, solo repetir una obviedad, pero la mayoría de las veces lo obvio es lo que se nos escurre mas fácilmente de la percepción.
Lo maravilloso del silencio era la poderosa capacidad de enfrentarlo con sus demonios, y también con sus santos, y mostrarlo tal cual era frente al crudo espejo de la realidad.
El movimiento casi inconsciente de su mano que buscaba espantar a sus luces y sombras y descarriar el tren de sus pensamientos no sirvió en lo absoluto, él lo sabía.
Los demás son la vara con la cual nos medimos, el lo sabía bien, pero hacía un tiempo que por amor propio había optado por elegir una vara diferente, la de su amor propio, la des sus sueños e ilusiones. Y, descubrió por casualidad que aquella era la mejor vara que existía para medir sus pasos.
Sonriendo y con la mirada fija en el fuego que alegre bailaba delante de sus ojos se sintió feliz.
De entre todas las cosas que uno posee, las sonrisas y las lagrimas son las mas valiosas...